Una vida peor
Este texto es para un ejercicio llamado 'Desde el final', donde tenemos que imaginar un relato desde saber, antes de nada, exactamente cómo termina.
Agüi conoció a Dima en el invierno del 2010. Dima había aprovechado un viaje de negocios a España para visitar Andalucía; estaba enamorado de las descripciones de la Alhambra de Washington Irving. Agüi hacía las prácticas de la universidad en el Museo del Baile Flamenco y, la tarde que Dima pasó a maravillarse con un obligatorio y espiritualmente transformador espectáculo de auténtico flamenco, le tocaba el turno de mostrador. Cuando contaba esta historia (y lo hacía siempre que podía), se maravillaba con su propia suerte. Si le hubiera tocado turno de despacho, contestando emails, o en la caja de la tienda de souvenirs, no le hubiera conocido.
Él era atractivo y alto, de mirada de ojos hinchados y rapado al cero, con una cadenita bajo la camisa que a Agüi le provocó repulsión inmediata aunque ella llevara siempre la suya de la Virgen de la Macarena, y que “extravió” en la segunda noche que pasaron juntos. Agüi, al pedirle su nombre para la reserva, empezó a hablarle en ruso con fuerte acento español.
—Este verano me gradúo en Traducción e Interpretación —explicó ella, encantada de poder practicar con un nativo—, de ruso e inglés.
Dima encontró su creativo uso de la gramática tan refrescante que quiso invitarla a una jarra de sangría al salir del trabajo. Cuando le tocaba turno de noche, Agüi solía pedirle a su padre que la recogiera en coche porque el tren al pueblo ya no pasaba cuando salía, pero ese día le mandó un mensaje diciéndole que se quedaba en casa de una amiga, con la que iría a la biblioteca por la mañana. El sexo fue rudo y sorprendentemente tierno, y los dos quedaron enganchados. Dima extendió sus vacaciones unos días más y, cuando finalmente le tocó volverse a Nueva York, le pidió su correo electrónico.
Los meses de e-correspondencia le parecieron a Agüi dignos de una versión moderna de las historias de amor de sus abuelos, para la que la distancia entre Sevilla y Jaén había significado lo mismo que el ancho del océano Atlántico. Dima le contaba de su vida en Brooklyn, de cómo encontraba un refugio cultural en Little Odessa, donde una buena parte de los hijos de inmigrantes, como él, no habían pisado nunca suelo ruso. Agüi le contaba de su vida en el pueblo, a la vuelta de la esquina de sus primas y primos, donde cada día se parecía al anterior y los domingos se turnaban para organizar una barbacoa de panceta y chorizo donde se bailaba todo el día y se alimentaba a unas 30 personas.
Por teléfono, a medio riñón el minuto (que Dima le reembolsaba a final de mes sin haberlo acordado), hablaban de su ensoñación infantil con la cultura del otro, de cómo ninguno de los dos había logrado aún irse a vivir al extranjero, encontraron una buena academia de español para Dima no muy lejos de su trabajo. En la Feria de Abril, como una cuba, Agüi le envió un sms diciéndole que le quería. Al despertarse, bien entrada la tarde, vio en su bandeja de entrada un billete de avión con fecha flexible, pagado, de ida y vuelta.
Fueron las mejores dos semanas de su vida: Nueva York estaba preciosa en verano y Williamsburg era la epítome del buen gusto. Por las mañanas recorría sus calles llenas de librerías y cafeterías de especialidad, impregnadas con el optimismo y la alegría de la aún reciente victoria de Obama. Se probaba ropa en boutiques independientes que apelaban a una Agüi reimaginada, moderna y con un bolsillo sin fondo: una ciudadana del mundo. Cuando Dima volvía del trabajo iban a restaurantes con platos de los que no había oído hablar, cocinaban juntos en el pequeño estudio o cenaban en casa de los amigos de Dima, todos divertidísimos e interesantísimos. Descubrió que Dima se había hecho vegetariano por convicciones políticas que Agüi compartía en teoría pero no en la práctica, y que había dejado de ir a clases de español. Le pidió que no la llamara por su nombre durante el sexo, porque su pronunciación la distraía, y él no se molestó.
La vuelta a su pueblo se le hizo durísima. Echaba de menos las conversaciones políticas, cuyos temas parecían impensables con sus amigos, y lamentaba no encontrar en el supermercado de barrio la gran mayoría de los ingredientes que necesitaba para su recientemente expandido paladar. Su familia se burlaba de su esnobismo y estuvo semanas malhumorada. Durante el otoño siguiente empezó a trabajar en una papelería que le ofrecía descuento de empleada al pedir libros, todos en inglés, y empezó a verse con Raúl, un antiguo compañero del instituto obsesionado con su coche y con ella. Encontrar trabajo de lo suyo parecía imposible. Algunos compañeros de la uni trabajaban en agencias de traducción donde les pagaban el salario mínimo o los tenían de falsos autónomos; algunos aprobaron las oposiciones de enseñanza de inglés, sin sacar plaza, y mientras esperaban hacían sustituciones o daban clases particulares. Agüi tenía claro que no quería ser profesora, pero más de una vez se encontró mirando las convocatorias de fechas para las opos a bibliotecaria.
Una tarde de primavera vio un retuit de un retuit de un retuit de un anuncio de la ONU para unas plazas de traductores en Nueva York. Se metió de lleno en el proceso, que incluía varios exámenes. No le dijo nada a Raúl pero sí a su madre: la animó muchísimo. Cuatro meses más tarde, cuando le llegaron las buenas noticias, lo primero que hizo fue escribir a Dima. Hacía tiempo que no hablaban, pero le contestó con mucho entusiasmo y cierto tono insinuante, ofreciéndole su sofá y contactos mientras buscaba alojamiento. Su padre se echó a llorar cuando se lo dijo.
—Mi niña, ¡tan lejos! ¡Qué orgulloso estoy de ti! Pero, ¿no podías haber encontrado algo más cerquita?
El vuelo más barato que había salía de Madrid. Después de un abrazo eterno con llorera y mocos, se despidió de sus padres por enésima vez y cargó como pudo el maletón en el coche del tren rumbo a la capital. Tenía asiento de ventana. Como proyectada sobre el telón cambiante del paisaje de Castilla-La Mancha, Agüi pudo ver con total claridad la vida mejor que se había buscado:
Dima la recogería del aeropuerto y la saludaría con un beso en la mejilla más largo de lo normal. La búsqueda de apartamento se volvería deprimente (¡qué precios!) y en el sofá duraría poco: antes de darse cuenta, los dos estarían viviendo juntos en el pequeño estudio con vistas de Williamsburg, considerado un lujo. El trabajo en la ONU sería excitante y nuevo, tardaría unos dos años en dejar de sentirse un fraude absoluto. Los amigos de Dima, cultos y liberales, hablarían por encima de ella en las cenas, y haría amigas nuevas en el trabajo y en el club de poesía bilingüe de Bowery. Todas serían feministas y anticoloniales e irían juntas a la manifestación anti Trump de enero del 2017, aunque sus amigas negras postearían en Instagram críticas fulminantes a los gorros rosas y el feminismo blanco, y Agüi se moriría de vergüenza porque ella tenía varias fotos llevando el suyo.
Con los años, las visitas a España en Navidades se irían espaciando, y la única vez que Dima la acompañaría no sabría comunicarse con sus padres monolingües. Se sentaría aburrido en una silla cuando sus tías se pusieran a bailar sevillanas sin fin en la barbacoa del 6 de enero; Agüi junto a él, para no dejarle solo. Dima empezaría a hablar de críos y de lo importante que sería para él enseñarles ruso, que lo hablaban los dos, pero ambos estarían de acuerdo en que hablarles en tres idiomas a la vez retrasaría mucho su desarrollo del lenguaje en los primeros años.
Cuando le diera un ultimatum, Agüi se marcharía y empezaría a compartir piso con compañeros cambiantes, algunos de los cuales serían buenos amigos que volverían a sus países natales después de algunos años. Tendría novios esporádicos y hasta alguna novia, pero nada cuajaría. Las tardes de los miércoles en Bowery, recitando poesía, no serían suficiente contacto con la literatura, y empezarían a pesarle las 50 horas semanales traduciendo aburridísimos textos de política internacional para un organismo que no parecía poder o querer cambiar el mundo.
Su madre enfermaría y Agüi tendría pesadillas horribles, torturada por la distancia. Usaría sus dos semanas de vacaciones anuales para ir a verla, y su madre fallecería semanas más tarde. No le saldría a cuentas viajar de nuevo a casa para el tanatorio.
Un día soleado de invierno, caminando por Chinatown, le pararía un fotógrafo. Tendría una popular cuenta de Instagram llamada Humans of New York, donde entrevistaría a gente corriente por las calles. Su retrato mirando a cámara le sorprendería con arrugas y canas nuevas; saldría guapa, menos mal. Le diría que se fue de su España querida por un amor que no valdría la pena, pero que no le tenía rencor: había sido decisión suya. Le diría que había cambiado la felicidad por la promesa de una vida mejor. Hablaba como escribía y el fotógrafo era bueno, así que su post se haría viral. Muchos nos sentiríamos inspirados por ella.
Una vez en Atocha, descargó el maletón y lo arrastró hacia la salida. Salió a la calle, pero dejó pasar los taxis que la llevarían al aeropuerto. Entró por la otra puerta a la estación y se dirigió al mostrador. Compró un billete a precio de lujo de vuelta a casa, a su vida peor.
Este texto está muy inspirado en esta imagen que vi hace 11 años y no me ha abandonado desde entonces. También toma inspiración de mi amiga soviético-estadounidense, de haberme enamorado de un extranjero, de pérdidas familiares a las que no llegué a tiempo, de la precariedad juvenil en España, del optimismo universal frustrado de mi generación, de haber leído poesía en el club bilingüe del barrio de Bowery, del traductor de la ONU que conocí esa tarde, que venía de Sevilla y vio la convocatoria en Twitter, de ser mujer en grupos de hombres pseudointelectuales machistas, de estar enamorada de los campos castellanos y solo haberlos visto desde el tren, de una monitora de colegio que se llamaba Aguasanta (Agüi para los amigos), de que amigas me hayan cancelado por no ser lo suficientemente woke, de que no me guste la comida que se prepara en casa, de amigos guiris cómicamente obsesionados con Andalucía, de que mi abuela se escribiera cartas con mi abuelo, de haber visto (y amado) Anora, de haber estudiado Traducción y hecho las prácticas en el Museo del Baile Flamenco, de mi padre cuando llora cada vez que me voy y me lleva recogiendo de sitios toda la vida, de las barbacoas familiares que para mí son el cielo en el que espero acabar.
"I had a great life in Brazil. I was very close with my family, I had great friends, a wonderful job, a group that I sang with. But a long time ago, I left it all behind to follow a man. I was from a very Roman Catholic family in Rio de Janeiro. He was a Jewish man from New York. It all seemed very exciting. He was sweet. And cute. But I should have never followed him. I left behind happiness for something unknown."
Unos dirán que al personaje le ha faltado valentía,
...otros, que ha preferido el calor de la familia,
... en cualquier caso, me ha gustado el relato y me ha sorprendido el final.
No me esperaba el giro final…👏🏼